Relatos bajo el Sol Dorado: Que no pare la Fiesta

 


Un hombre de la tribu Shetona descansaba agotado en las escaleras de True Vue.
Se llamaba Eheeya, aunque casi nadie usaba aquel bello nombre que significaba “flor”. Para la mayoría era “Dancing Green”, el juerguista, famoso gladiador del espectáculo de lucha Arcadion. El apodo le sentaba bien: la noche anterior había cerrado un bar tras otro en el distrito de ocio y había vuelto a casa con el amanecer.

Claro que, en Solution9, apenas había diferencia entre el día y la noche.
La ciudad, construida dentro de la gigantesca torre de Everkeep, estaba siempre iluminada por la luz del electrope. Y fuera, nada cambiaba: las tormentas perpetuas ocultaban el sol tras un manto de nubes. Para muchos alexandrinos, incluido Eheeya, el día y la noche no eran más que números en un reloj.

Pero algunos todavía recordaban cómo solía ser el mundo antes.
Los habitantes de Tural que habían quedado atrapados tras la fusión ocurrida hacía ya treinta años y, su madre 
una Shetona devota de la naturaleza, era una de ellos. Lo había criado fuera de Everkeep, contándole historias sobre el sol, aquella luz que él jamás había visto.

—Mucho antes de que nacieras, Eheeya —le decía—, los llanos de Yyasulani bajo el sol eran deslumbrantes.

Shetona significaba precisamente “sol” y para ella no era simple nostalgia, era fe. Para Eheeya, en cambio, criado entre lámparas de electrope, imaginarlo era imposible. Si todo estaba iluminado, ¿por qué aferrarse a un astro invisible? Nunca lo comprendió.

De niño la ayudaba a recolectar materiales: recogían escombros caídos de Everkeep buscando aparatos intactos o piezas para reciclar. Luego cenaban las verduras de Yyupye’s Halo en su tienda, dormían en un lecho sencillo y volvían a empezar. Difícil creer que aquel juerguista que recorría bares cada noche había crecido teniendo una vida tan austera.

Hasta que un día apareció alguien a romper la rutina.

—¡Yeeey, te voy a llevar al sitio más brutal que hayas visto!

Un Shetona extravagante, conocido de su madre, lo arrastró hasta Everkeep. Aunque Eheeya juraba no haberlo visto jamás, el hombre se comportaba como si fueran viejos amigos. Eheeya, demasiado absorto en la vorágine de Solution9, apenas podía pensar en nada más.

Tras recorrer medio distrito, lo llevó hasta lo que llamaba “el sitio más brutal”: un centro de ocio.
En cuanto se abrieron las puertas, la música rugió con tanta fuerza que el suelo tembló. Eheeya se quedó boquiabierto mientras aquel hombre sonriente lo arrastraba al interior.

Y allí lo vio:
Una multitud danzando al compás de un bajo ensordecedor, moviéndose como olas vivas.
Y sobre ellos, suspendido en el aire, un orbe brillante giraba, bañando la sala con su luz cegadora.

 

—¡Es el sol!

Pensó convencido Eheeya. Por fin entendía lo que su madre había querido transmitirle. El salón iluminado por aquel “sol” era hermoso, tan hermoso que le dejó una impresión imborrable en el corazón.

—¡Venga, no te cortes, déjate llevar!

El hombre le gritó aquello al verle paralizado frente al espectáculo. Eheeya no sabía cómo moverse, pero su cuerpo respondió solo al ritmo. Bailó sin parar, junto a aquel Shetona y la multitud que lo rodeaba. Sus pasos eran un desastre, sí, torpes y desordenados, pero nacidos del alma. Todo brillaba, todo resplandecía tanto que parecía un sueño.
No recuerda cómo volvió a casa. Tal vez se durmió del agotamiento y aquel hombre lo cargó hasta el hogar.

—Ese hombre es tu padre —le dijo su madre a la mañana siguiente, cuando aún tenía los ojos pegados de sueño.

En el fondo lo había intuido, pero nunca se había atrevido a preguntar. Su madre se lo contó con calma: habían sido pareja antes de que la barrera cayera sobre el mundo. Ella eligió el desierto; él, Everkeep. Entre los Shetona no existía la idea de exclusividad: hombres y mujeres tenían varias parejas en su vida, y los hijos quedaban al cuidado de la madre. No había nada extraño en ello.

Eheeya, emocionado, se lanzó a contar cómo había visto el sol en Solution9. Pero su madre, tras una mueca de sorpresa, se echó a reír. Lo que había contemplado no era el sol, sino una bola de espejos, una de las luces de los salones de baile.
Él, que había creído entender por fin los sentimientos de su madre, se sintió ridículo. Decidió callar y olvidarlo. Y, quizá por suerte, aquel hombre nunca volvió a aparecer.

 

 

 

—¿Qué te pasa? ¿Ha ocurrido algo bueno?

Su madre lo sorprendió un día mientras recogía chatarra: Eheeya estaba bailando sin darse cuenta. Se apresuró a negarlo, pero dentro de sí lo supo. Había intentado enterrar aquella experiencia, pero la música, la luz y la sensación de la pista de baile nunca le habían abandonado. Estaban grabadas en lo más profundo de su cuerpo.

—Quiero bailar en la pista.

La certeza lo atravesó, pero también le dolía. Su madre había escogido la naturaleza; ¿cómo confesarle que soñaba con luces artificiales? Lo ocultó, aunque en secreto, siempre bailaba: en las ruinas, en su tienda, en descampados. Allí, en su mente, la bola de espejos brillaba y la música rugía.

 

 

Los años pasaron volando.

—Eheeya, te has hecho todo un hombre.

Entre los Shetona, los niños nacían andróginos y en la adolescencia su sexo se definía. A los quince, él ya mostraba la complexión de un hombre adulto. En tiempos antiguos, ese era el momento de marchar a recorrer el mundo. Pero ahora, con la barrera, ¿adónde iba a ir? Supuso entonces, que lo mejor sería quedarse con su madre.

—Ya eres mayor. Y si te gusta bailar, deberías irte a Everkeep.

Eheeya se quedó helado. ¡Nunca le había mostrado cómo bailaba! ¿Cómo lo sabía? Su madre rió, como tantas veces, asegurándole que nada escapaba a sus ojos.

—Pero… después de criarme tú sola, ¿cómo voy a dejarte? —le confesó.

Ella sostuvo su mirada.

—Siempre te he dicho que Shetona significa “sol”. Pero en verdad significa “sol dividido”. Debemos aceptar por igual los dones y los desastres de la naturaleza. Cada uno se convierte en un pequeño sol. Y cada cual debe brillar a su manera. Yo elegí el desierto. Tú debes elegir dónde brillarás más.

Al día siguiente, Eheeya partió con lo puesto hacia Solution9. Encontró alojamiento, un trabajo en Resolution y una vida nueva. Y allí, quizá gracias a los años de práctica en secreto, empezó a destacar como bailarín. Terminó contratado como apoyo de un idol famoso y, entonces, llegó un giro inesperado.

Un anciano elegante lo encontró y le preguntó:

—¿Qué tal si pruebas a ser gladiador en Arcadion?

La invitación lo dejó atónito: participar en el mayor espectáculo de Alexandría. ¿Ã‰l, que solo sabía bailar? El anciano explicó que, con su físico, si le inyectaban el alma de un monstruo, podría defenderse en la arena. Y lo más importante: aquella arena era la mayor pista de baile que jamás podría soñar.

Así nació “Dancing Green”. Eheeya había encontrado, por fin, el lugar donde brillar más que nadie.

  

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 ¿Cuántos años habían pasado desde entonces?
Hoy, convertido en un gladiador famoso, Dancing Green se encontraba sumido en la duda. Había tomado como modelo a su propio padre, aquel hombre que un día lo llevó de la mano hasta la pista de baile: un juerguista que recorría los distritos de diversión noche tras noche. Con el tiempo, esa imagen había terminado por asentarse en él.
Y, quizá por eso mismo, ahora le pesaba. Su ideal se había transformado en el ideal de los demás. Se dio cuenta de que ya no “era” aquel fiestero, sino que lo estaba interpretando.

La noche anterior había sido un ejemplo perfecto. Tras un duro entrenamiento, lo único que deseaba era descansar. Y sin embargo, para no traicionar la imagen de eterno playboy, se obligó a salir, a beber y a reír a carcajadas hasta el amanecer.
Dancing Green se sentía asfixiado. Llevaba tiempo con esa angustia en el pecho, pero un tipo alegre y dicharachero como él no podía ir por ahí confesando tales problemas.
Por eso estaba allí, sentado en las escaleras de True Vue, perdido en sus pensamientos.

Al final tomó una decisión: hablar con la única persona a la que podía abrirle el corazón. Su madre.
Emprendió entonces el camino hacia la aldea del desierto.

Pero en la tienda no había rastro de ella.
Peor aún: encontró aparatos de electrope, objetos que su madre siempre había rechazado. Nada quedaba de su presencia ni de su modo de vivir en armonía con la naturaleza. Ni siquiera el regulador que solía negarse a llevar.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo: temió lo peor.

—¡Reencuentro emotivo, yeeeey!

Al oír aquella voz alegre, se giró… y lo vio. Era su padre.
No se habían vuelto a ver desde aquella primera noche en la sala de baile.

—Tu madre se marchó más allá de la barrera en busca del sol —le explicó el hombre—.
A mí me sienta mejor la vida dentro, así que me quedé con esta tienda.

Dancing Green suspiró aliviado.
Hacía poco había oído rumores: ya era posible salir al exterior. Su madre siempre había añorado el sol y las tierras donde nació. Si alguien debía elegir ese destino, era ella. Seguro que había partido hacia el lugar donde podría brillar de verdad.
Él no había podido desahogarse ni pedir consejo, pero, de algún modo, había recibido la mejor de las respuestas.

Eheeya había visto el sol en la pista de baile. Y allí se convirtió en Dancing Green, el que más brillaba bajo aquellas luces.
Ese era su lugar, y no podía huir de él por algo tan insignificante.

—Por cierto, Eheeya… o mejor dicho, Dancing Green. —Su padre sonrió—.
Dicen que un luchador normal, sin alma bestia, ha ganado el título de peso semipesado. ¡Y todo el mundo espera tu combate contra él!

Era la primera vez que escuchaba semejante noticia.
Hasta entonces lo había considerado una locura: ¿cómo podía alguien de carne y hueso vencer a gladiadores con almas bestia? Por eso ni siquiera había seguido los resultados.
Pero, de pronto, la curiosidad lo embargó. ¿Qué clase de “baile” mostraría aquel rival, sin más fuerza que la suya propia?

Y entonces, con toda la energía de su personaje, Dancing Green gritó:

—¡La convertiré en la mejor fiesta de todas, yeeeey!

 

Como siempre, traducción hecha desde el Japonés. 

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