Relatos Bajo el Sol Dorado: Una Promesa bajo las Estrellas

 


Bajo un cielo azul despejado, Sphene elevaba sus plegarias en memoria de los difuntos.
Se encontraba en la cima de Everkeep, el lugar donde Zoraal Ja, el rey guerrero que en otro tiempo gobernó el Reino de Alejandría, había encontrado su final.

Tras su enfrentamiento con Calyx, el hombre que promovía la perpetuación artificial de la vida humana, permitió que los Reguladores liberaran los recuerdos de los muertos que habían permanecido sellados durante tanto tiempo. Así nació la práctica de la “Devolución de la Memoria”, un rito ofrecido a quien lo solicitase.

Con el tiempo, fueron los propios ciudadanos, al recuperar los recuerdos de sus seres queridos, quienes pidieron que se celebraran ceremonias en este lugar. Así, en lo alto de Everkeep, comenzaron a llevarse a cabo funerales una y otra vez.

Aunque “funerales” quizá fuera un término solemne para lo que en realidad eran: breves y discretos homenajes en los que los familiares depositaban flores en un altar con silenciosa reverencia. Aun así, Sphene procuraba asistir siempre que las familias lo deseaban.

 


El renacido Reino de Alejandría estaba protegido por una gigantesca barrera mágica en forma de cúpula. Incluso en el nivel más alto, más allá de las nubes tormentosas, era imposible ver directamente el sol. Aun así, gracias a las diminutas partículas suspendidas en el aire, que dispersaban los rayos que lograban atravesar la barrera, el cielo se teñía de un azul suave y bondadoso.

El funeral de aquel día también concluyó sin contratiempos. Los asistentes, habiendo vuelto a abrazar los recuerdos compartidos con el difunto, regresaban uno a uno a sus rutinas diarias, no sin cierta pena. Para cuando solo quedaban en lo alto de Everkeep la viuda del difunto y unos cuantos funcionarios, además de Sphene, el cielo ya comenzaba a teñirse de rojo carmesí.

El difunto era un hombre de la tribu Tonawawtan, originario de Xak Tural. En el altar, junto a unas flores blancas, reposaban sus objetos más queridos: golosinas y utensilios que solía disfrutar en vida, así como recuerdos de su pasado. Cuando Sphene se disponía a hablar con la viuda, ocupada en recoger las ofrendas, sus ojos se detuvieron en un libro de tapas de cuero muy gastadas.

—Eso… era de mi marido —explicó ella—. Lo compró a un mercader de Tuliyollal, justo antes de quedar atrapados bajo la barrera. Es una historia de aventuras. Nuestra hija la adoraba; de pequeña, él solía leérsela una y otra vez. El interior está lleno de sus garabatos infantiles.

Al pasar algunas páginas con ternura, aparecieron en los márgenes pequeños rroneek correteando con trazos torpes y adorables. Sphene no pudo evitar sonreír.

—Je… qué nostalgia. En mi grimorio también sobreviven dibujos que hice de niña.

En los márgenes del libro que sus padres le habían entregado para que algún día pudiera proteger lo que más amaba, aún quedaban dibujados animales y criaturas mágicas que la pequeña Sphene había trazado sin cuidado. El caballero real Otis los había elogiado con una seriedad desmesurada: “¡Es una obra maestra para la posteridad!”, decía, mientras que la severa Zelenia, también caballero real, le dedicó una sonrisa cálida e inesperada: “Lo ha hecho muy bien, mi señora Sphene”.

La oleada de recuerdos hizo que Sphene cerrara los ojos con suavidad, como si quisiera retener cada brizna de aquellas memorias. En ellas siempre aparecían todos sonriendo.

—Cuando pueda usar la magia con mayor destreza… ¿podré luchar a vuestro lado, verdad?

—Por supuesto, mi señora Sphene. Presto será vuestro arte mejorado.

—¡Qué habladurías son esas! ¡No permitiré que mi señora Sphene se vea en peligro alguno!

—Tal cosa convendría decirla al menos cuando hayáis logrado poder vencerme, Sir Otis.

—¡Gggggrrrr!

—Je… Entonces, llegado el momento, protejamos juntos Alejandría.

Bajo la luz de una brillante estrella vespertina que resplandecía en el cielo occidental, en aquellos días lejanos habían jurado proteger la paz de Alejandría.
Sphene cerró suavemente la tapa de los recuerdos que amenazaban con desbordarse y miró a su alrededor. Preguntó por la hija que había llenado el libro de garabatos, pero le respondieron que había rechazado asistir al funeral. Al parecer, la causa estaba en la visión sobre la muerte que compartía la familia del difunto. Según la tradición, el alma, liberada del cuerpo por la muerte, emprendía un viaje hacia el cielo para transformarse en una estrella que iluminara desde lo alto el camino de los vivos.

—Cuando recuperó los recuerdos de su padre, mi hija debió de acordarse de esa enseñanza. Siempre creyó en las leyendas de las estrellas, las mismas que aparecen también en este libro…

Sphene alzó la vista al cielo buscando alguna estrella, pero no encontró ninguna. A diferencia de la luz solar, la barrera mágica impedía que la luz estelar alcanzara el interior. Era natural que la muchacha no pudiera aceptar aquel lugar como escenario para despedir a su padre. Su nombre era Wezikwe, y dejando a un lado los cuatrocientos años de sueño de Sphene, no tenían tanta diferencia de edad. Así como los alejandrinos tenían su propia visión de la muerte, era lógico que quienes venían de otras tierras tuvieran creencias que merecían respeto. Como Reina que velaba por aquel país y, al mismo tiempo, como compañera que compartía la vida con los suyos, Sphene no deseaba ignorar lo que ocurría ni hacerse la ciega ante lo que debía respetar. Tal como aquella persona que, al despertar, se acercó a su lado y cuidó con esmero los recuerdos que ella más valoraba.

—Este… ¿podría hablar con Wezikwe?

 

 

Descendiendo en el ascensor hasta Solution Nine, Sphene comenzó a buscar a la muchacha con la información que le había dado su madre, todavía algo apurada por la petición. Según ella, a esa hora solía ayudar en los campos circulares de Yyupye.
Tomando el camino hacia Scanning Port Nine, decidió pasar antes por el centro de información y preguntar a Leander, quien regentaba la tienda allí. La última vez le había sorprendido lo bien que observaba a la gente que pasaba por la calle.

—Sí, esa niña pasó por aquí. Seguramente fue a los campos, como siempre, aunque la vi un poco decaída —comentó Leander.

Acto seguido, puso en sus manos dos paquetes de “Dulces de ángel”, su producto más popular. Dijo que los compartiera con ella, que seguro le devolverían un poco el ánimo. Al ver a Sphene intentar pagar con premura, se rió con amabilidad:

—Si corre el rumor de que Su Majestad los ha probado, créame que será un buen reclamo para las ventas.

Tras darle las gracias con todo el respeto, Sphene se apresuró hacia el exterior de la fortaleza.
Al salir por Heritage Found, atravesó las afueras hasta llegar a los campos circulares de Yyupye. Allí encontró a Mahuwsa, el encargado agrícola y uno de los primeros conocidos que había hecho en la aldea. Le explicó la situación y le preguntó si había visto a Wezikwe.

—Sí, me enteré de que también recuperó los recuerdos. Últimamente me ayudaba mucho a cuidar de los rroneek, y me dijo que era porque le recordaban a su padre. Son memorias valiosas, sin duda, pero no es raro que le cueste tanto asimilarlas —dijo Mahuwsa, señalando discretamente un rincón del establo.

Allí, Sphene descubrió a una joven de la tribu Tonawawtan, encogida sobre sí misma. Al sentir la presencia de alguien, levantó despacio el rostro. Sus ojos estaban hinchados de tanto llorar, pero al reconocer a la figura frente a ella, los abrió de par en par.

—¿Eh…? ¡¿Su Majestad Sphene?!

—Tú eres Wezikwe… ¿verdad? Perdona si te he asustado. Escuché sobre ti por tu madre y pensé que me gustaría hablar contigo.

Sphene la llevó hasta las afueras de la aldea, donde se sentaron juntas. Le ofreció uno de los “Dulces de ángel” y, con cuidado al elegir cada palabra, le transmitió lo que sentía: que no importaba el rango ni el lugar de nacimiento, solo quería tenderle la mano y apoyarla. Al principio Wezikwe se mostró confusa, pero poco a poco comenzó a hablar, desvelando sus pensamientos en voz baja.

—No es que no me gustara el lugar del funeral… Lo que pasa es que recordé la promesa que hice con papá de ir a mirar las estrellas juntos. Más allá de las nubes de tormenta hay un cielo lleno de estrellas… Decía que esas estrellas son nuestros ancestros, que tras cumplir su papel en la tierra siguen viajando por los cielos. Que siempre nos observan, que nos dan valor… y que son lo más importante para nosotros.

Sin embargo, antes de que pudiera llegar a salir más allá de la barrera, su padre enfermó y falleció. Al recuperar aquella memoria, la joven fue incapaz de asimilarlo, y cuando además descubrió que en el lugar del funeral tampoco podían verse las estrellas, su corazón terminó de quebrarse. En el mismo momento, su madre, quien también había recibido sus recuerdos de vuelta, se hallaba sumida en la tristeza, y la muchacha no tuvo a quién acudir. Por eso comenzó a ocuparse del cuidado de los rroneek que su padre había criado en la granja.

—De haberlo sabido, ojalá nunca hubiésemos hecho aquella promesa…

Porque aunque se recuperen los recuerdos, los difuntos no regresan. Sphene pensó en cuánto pesar debió sentir el padre al dejar a su hija atrás, incapaz de cumplir su palabra. Quizá fue por personas como ellos que la anterior reina, su otra yo, se negó a abandonarlos: guardando sus memorias en Living Memory, luchando por proteger sus voluntades.
Aun así, debemos vivir más allá de la tristeza. Y es cierto que a veces un juramento que alguien no pudo cumplir puede ser heredado y llevado a término por otra persona.

—Entonces… ¡vayamos juntas a ver las estrellas!

Tomando la mano de Wezikwe, que aún vacilaba, Sphene echó a andar. Era cierto que cruzar las tierras baldías entrañaba riesgos, pero ahora que su poder había regresado, al menos podía mantener alejadas a las bestias. Si seguían adelante, llegarían hasta el exterior de la barrera y podrían contemplar el cielo nocturno.
Pero lo que les aguardaba era un encuentro inesperado.

—¡Ooooi, Sphene!

La voz clara y potente era la de Wuk Lamat, la Reina Guerrera de Tuliyollal. Tras ella venían el Rey de la Razón, Koana, y el joven Gulool Ja, heredero del decreto real del Rey Guerrero de Alejandría.
Sphene recordó entonces lo que estaba previsto para el día siguiente: celebrar el funeral de Zoraal Ja, el Rey Guerrero anterior. Aunque no podían organizar un entierro de estado para alguien que había causado tantas pérdidas, sí consideró necesario ofrecer a su familia, sobre todo a su hijo Gulool Ja, un espacio para despedirse.

—Hemos adelantado el viaje porque teníamos un hueco en nuestras obligaciones. Pensábamos ir a saludarte en cuanto llegáramos… pero ¿a dónde vais?

Al explicarles la situación, Wuk Lamat no dudó ni un instante:

—¡Si vais fuera de la cúpula, dejadnos la guía y la escolta a nosotros! —dijo con su habitual resolución.
Ante el estupor de Wezikwe por ver a la realeza vecina ofreciéndose como protectores, Koana habló con calma:

—Tu padre, miembro de la tribu Tonawawtan, era también un súbdito valioso para Tuliyollal. Vayamos juntos a cumplir el juramento que hiciste con él.

Así comenzó un pequeño viaje, acompañado por tres reyes y un joven heredero.
Descendieron hacia el sur, atravesaron el puesto avanzado de Vanguard y, al poco, lograron salir al exterior de la barrera.

—Ah… pero si hace un momento estaba despejado…

Gulool Ja levantó la vista, preocupado. El cielo del páramo, ya teñido por el ocaso, estaba cubierto de nubes grises y sombrías.

—Hacia el sur aún se ven claros. Si llegamos hasta el desierto de Shaaloani…

Antes de que Koana terminara, Wezikwe lo interrumpió:

—No… está bien. Lo siento, no debí haber pedido algo tan egoísta.

Sphene tomó a la muchacha de ambas manos y, mirándola a los ojos con firmeza, dijo:

—Tranquila. No hay porqué rendirse.

Con una seña, pidió ayuda a Wuk Lamat, quien respondió con una sonrisa confiada y contactó de inmediato por linkpearl con la Compañía Ferroviaria Xak Tural Railing, que gestionaba la línea entre Shaaloani y Alejandría.

—¡El último tren aún no ha salido! Nos han dado permiso para subir.

En efecto, en el apeadero esperaba una locomotora de éter azul. El maquinista, Nitowikwe, asomado a la ventanilla, se ofreció con entusiasmo:

—¡En ese caso, os llevaré hasta donde se abran las nubes!

Mientras tranquilizaban a Wezikwe, nerviosa por ver por primera vez un tren, subieron al vagón. El convoy arrancó despacio y pronto ganó velocidad. Cuando la inmensa barrera quedó atrás y pudieron distinguir su silueta a lo lejos, Gulool Ja exclamó, radiante:

—¡Wezikwe, mira al cielo! ¡Las nubes se han despejado!

El tren se detuvo en mitad del desierto. Temblorosa, Wezikwe descendió y levantó la vista. Lo que vio era exactamente como en los relatos: un cielo estrellado, infinito, cuya luz era vida misma. Incontables astros resplandecían con una belleza tal que la dejó sin aliento.

—¿Eso son... estrellas…?

Extendió la mano hacia ellas, incapaz de contenerse.

—Padre… ahora sí hemos cumplido nuestra promesa.

Las lágrimas le corrían silenciosas por las mejillas mientras, a su lado, Sphene recordaba también todos los juramentos que había hecho al pueblo de Alejandría. Cumplidos o incumplidos, esos lazos la habían llevado hasta el presente.

—El pacto con la anterior reina me dio fuerzas para ser quien soy hoy. Aunque ya no caminemos juntas, puedo llevar sus deseos conmigo y recorrer el mismo camino.

Sphene asintió en silencio. Quizá un juramento no sea más que eso: un lazo para compartir un mismo futuro. Y si era así, entonces quería seguir prometiendo un mañana a toda la gente de Alejandría. Con las memorias irremplazables guardadas sobre las nubes, deseaba construir un porvenir capaz de emocionar y hacer que uno espere con ilusión el amanecer.

Gulool Ja señaló una colina cercana:

—¡Eh, desde ahí arriba se verán aún mejor!

Corrió hacia ella, seguido de Wuk Lamat y Koana.Wezikwe, sacudida de su ensueño por el alboroto, bajó los ojos del firmamento; una sonrisa surgió en su rostro aún surcado por las lágrimas. Sphene la observó con suavidad y, con un gesto lleno de complicidad, le tendió la mano. 

—Vamos nosotras también.

 

Como siempre, traducción hecha desde el Japonés. 


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